Aquel bebé me miraba con un odio indescriptible desde el carrito de bebé que su madre había colocado frente mi asiento en el autobús. Parecía estar esforzándose al máximo para manifestar su absoluta repulsa hacia mi persona: el ceño fruncido, los ojos abiertos de par en par, enseñando los dientes en una mueca forzada, su carita de bebé arrugada como una carta portadora de malas noticias. Estoy seguro de que parecer tan malvado tiene que ser jodidamente agotador. Y por primera vez en mi vida, en lugar de imaginarme agarrándolo por sus piernecitas y reventando su cabeza contra una pared, le sonreí sinceramente a un bebé.
Me bajo del autobús en la misma parada que la mayoría de los pasajeros, preguntándome a qué coño va la gente al centro comercial un domingo. Intento perderme entre la muchedumbre. Todos visten igual. Todos hablan igual, todos huelen igual y me miran igual. Me siento como un grano de café en un cuenco de arroz. La gente se apiña en los bares y restaurantes familiares de comida rápida, y charla sobre el tiempo, el fútbol y los ausentes. Un niño gitano me señala y dice algo a otro cuando paso frente al salón recreativo. Finjo no darme cuenta. Finjo no existir. La gente se detiene con reverencial silencio ante los escaparates de comercios cerrados, y un tipo barbudo que trabaja en el hemisferio derecho de mi cerebro dice algo de un "gran templo del capitalismo". Hay padres de familia y madres trabajadoras y niños corriendo y ancianos esperando por todas partes. Me siento solo. Los Buff Medways truenan en mis auriculares y todo es tan poético que podría llorar.
Y en Radio.Snob: Los Compulsive Gamblers aportan una necesaria ración de música deprimente: You Don't Want Me
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