CON LETRA DE MANÍACO
Hace unos días me presenté a un examen. No diré de qué, para no ponerme en evidencia. El caso es que no había dormido la noche anterior, y que la cafeína de cuatro o cinco latas de Coca-Cola galopaba desbocada por mis venas. Además, no había estudiado absolutamente nada. Estaba histérico, somnoliento y cabreado.
Empecé a escribir, y me dí cuenta de que no sabía.
Siempre he tenido una letra horrible. En el colegio clavaban mis dictados en el corcho de la pared, como un ejemplo de mala caligrafía para el resto de la clase (las señoritas eran todas unas zorras).
Hace dos o tres años, tras darme cuenta de que ni siquiera yo entendía mis manuscritos, dejé de emplear letras minúsculas. A partir de entonces, todo mayúsculas. Cuando tocaba poner una mayúscula de verdad, la hacía más grande. Por supuesto, mis profesores siguieron humillándome tanto o más que antes, pero a mí me daba igual, porque ya me había acostumbrado a la humillación constante, y al menos ahora entendía mi propia letra.
Actualmente, desde que cambié mi diario convencional por este blog, no tengo necesidad de escribir a mano. En ocasiones tengo que rellenar un formulario, o escribir una nota, o echar una firmita, pero nada más. Yo (histérico, somnoliento, cabreado), y el callo de mi dedo corazón, reblandecido por falta de uso, no estábamos preparados para enfrentarnos a un examen tan extenso como complicado.
Y me dí cuenta de que no sabía escribir a mano. No sólo había olvidado cómo dar forma a las erres, las eses o las bes minúsculas. Necesitaba un botón para borrar partes y reescribirlas, necesitaba pulir un poco mi redacción. Necesitaba un teclado.
Tras horas de trabajo, entregué las últimas hojas de examen pidiendo disculpas por mi caligrafía. Borrones por todas partes, líneas de una prosa extraña que ondulaban hasta marear al lector. Es letra de maníaco, pensé. Supongo que esa idea también habrá cruzado la mente del encargado de corregir el examen. Quién sabe, quizá se apiade de un pobre enfermo mental, y decida aprobarme. Parecía una nota de suicido de una persona verdaderamente jodida de la cabeza. No de esas que lo intentan para llamar la atención. De un tipo que, en la soledad de su bañera, se abre bien las muñecas (longitudinalmente), se pone una bolsa de plástico de Alcampo en la cabeza, y luego tira el secador encendido en el agua.
Hace unos días me presenté a un examen. No diré de qué, para no ponerme en evidencia. El caso es que no había dormido la noche anterior, y que la cafeína de cuatro o cinco latas de Coca-Cola galopaba desbocada por mis venas. Además, no había estudiado absolutamente nada. Estaba histérico, somnoliento y cabreado.
Empecé a escribir, y me dí cuenta de que no sabía.
Siempre he tenido una letra horrible. En el colegio clavaban mis dictados en el corcho de la pared, como un ejemplo de mala caligrafía para el resto de la clase (las señoritas eran todas unas zorras).
Hace dos o tres años, tras darme cuenta de que ni siquiera yo entendía mis manuscritos, dejé de emplear letras minúsculas. A partir de entonces, todo mayúsculas. Cuando tocaba poner una mayúscula de verdad, la hacía más grande. Por supuesto, mis profesores siguieron humillándome tanto o más que antes, pero a mí me daba igual, porque ya me había acostumbrado a la humillación constante, y al menos ahora entendía mi propia letra.
Actualmente, desde que cambié mi diario convencional por este blog, no tengo necesidad de escribir a mano. En ocasiones tengo que rellenar un formulario, o escribir una nota, o echar una firmita, pero nada más. Yo (histérico, somnoliento, cabreado), y el callo de mi dedo corazón, reblandecido por falta de uso, no estábamos preparados para enfrentarnos a un examen tan extenso como complicado.
Y me dí cuenta de que no sabía escribir a mano. No sólo había olvidado cómo dar forma a las erres, las eses o las bes minúsculas. Necesitaba un botón para borrar partes y reescribirlas, necesitaba pulir un poco mi redacción. Necesitaba un teclado.
Tras horas de trabajo, entregué las últimas hojas de examen pidiendo disculpas por mi caligrafía. Borrones por todas partes, líneas de una prosa extraña que ondulaban hasta marear al lector. Es letra de maníaco, pensé. Supongo que esa idea también habrá cruzado la mente del encargado de corregir el examen. Quién sabe, quizá se apiade de un pobre enfermo mental, y decida aprobarme. Parecía una nota de suicido de una persona verdaderamente jodida de la cabeza. No de esas que lo intentan para llamar la atención. De un tipo que, en la soledad de su bañera, se abre bien las muñecas (longitudinalmente), se pone una bolsa de plástico de Alcampo en la cabeza, y luego tira el secador encendido en el agua.
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